Yo temblaba de pies a cabeza. Tenía la clara impresión de que si no mantenía mi silencio interno activo, la sombra de barro me envolvería como una frazada y me sofocaría. Sin perder la oscuridad a mi alrededor, grité con toda mi fuerza. Nunca había sentido tanto enojo, tanta frustración. La sombra de barro dio otro salto, claramente hacia el valle. Continué gritando mientras sacudía mis piernas. Quería deshacerme de lo que fuera que viniera a comerme. Mi estado nervioso era tal, que perdí la noción del tiempo. Quizá me desmayé.
Cuando recuperé el sentido, estaba recostado en mi cama en casa de don Juan. Tenía una toalla, empapada de agua helada, envuelta sobre la frente. Ardía de fiebre. Una de las compañeras de don Juan me frotaba la espalda, el pecho y la frente con alcohol, pero no sentía ningún alivio. El calor que sentía provenía de mí mismo. La impotencia y la ira lo generaban.
Don Juan reía como si lo que me sucedía fuera lo más gracioso en el mundo. Sus carcajadas resonaban una tras otra.
-Jamás se me hubiera ocurrido que tomarías el ver a un volador tan a pecho ‑dijo.
Me tomó de la mano y me llevó a la parte posterior de su casa, donde me sumergió en un enorme tanque de agua, completamente vestido, con zapatos, reloj, y todo.
‑¡Mi reloj, mi reloj! ‑grité.
Don Juan se contorsionaba de risa.
‑No deberías usar reloj cuando vienes a verme ‑dijo‑. ¡Ahora lo chingaste por completo!
Me saqué el reloj y lo puse a un lado de la bañera. Recordé que era a prueba de agua y que nada le hubiera sucedido. Estar sumergido en el tanque me ayudó inmensamente.
Cuando don Juan me ayudó a salir del agua helada, yo había recuperado cierto grado de control.
‑¡Esa visión es absurda! ‑no hacía yo otra cosa que repetir, incapaz de decir nada más.
El predador que don Juan había descrito no era benévolo. Era enormemente pesado, vulgar, indiferente. Sentí su despreocupación por nosotros. Sin duda, nos había aplastado épocas atrás, volviéndonos, como don Juan había dicho, débiles, vulnerables y dóciles. Me quité la ropa húmeda, me cubrí con un poncho, me senté en la cama, y lloré desconsoladamente, pero no por mí. Yo tenía mi ira, mi intento inflexible, para no dejarme comer. Lloré por mis semejantes, especialmente por mi padre. Nunca supe, hasta ese momento, que lo quería tanto.
‑Nunca tuvo la opción ‑me escuché repetir una y otra vez, como si las palabras no fueran realmente mías. Mi pobre padre, el ser más generoso que conocía, tan tierno, tan gentil, tan indefenso.
FIN
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