Don Juan se levantó de la silla y estiró los brazos y las piernas.
‑Llevamos horas aquí sentados. Es hora de entrar en la casa. Yo voy a comer. ¿Quieres comer conmigo?
Le dije que no. Mi estómago estaba revuelto.
‑Mejor vete a dormir ‑dijo‑ El bombardeo te ha devastado.
No necesité que me insistiera. Me derrumbé en mi cama y caí dormido como un tronco.
Ya en casa, a medida que pasaba el tiempo, la idea de los voladores se volvió una de las principales fijaciones de mi vida. Llegué a pensar que don Juan tenía toda la razón. Por más que intentara, no podía rechazar su lógica. Mientras más lo pensaba, y mientras más me observaba y hablaba con mis prójimos, la convicción era más y más intensa de que algo nos impedía toda actividad o interacción o pensamiento que no tuviese como punto focal, el yo. Mi preocupación, como la preocupación de cualquiera que yo conociera o con el que yo hablara, era el yo. Como no encontraba explicación para tal homogeneidad universal, concluí que la línea de pensamiento de don Juan era la más apropiada para elucidar el fenómeno.
Me sumergí tanto como pude en lecturas de mitos y leyendas. Al leer, experimenté algo que nunca antes había sentido: cada uno de los libros que leí era una interpretación de mitos y leyendas. En cada uno de esos libros, una mente homogénea se hacía patente. Los estilos diferían, pero el impulso detrás de las palabras era homogéneamente el mismo: a pesar de ser el tema algo tan abstracto como los mitos y las leyendas, los autores se las arreglaban siempre para encajar afirmaciones acerca de ellos mismos. El impulso común detrás de cada uno de estos libros no era el tema que anunciaban; era, en su lugar, autoservicio. Nunca antes me había dado cuenta de esto…
(CONTINUARÁ…)
No hay comentarios:
Publicar un comentario